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Nos esforzamos por ignorar que las manifestaciones de intolerancia que acompañan a las migraciones del Este de Europa y del Sur del Mediterráneo no son reacciones accidentales; que las erupciones antisemitas -las profanaciones, insultos, las intimidaciones, las agresiones- son síntomas de una patología profunda, crónica y grave: signos de una enfermedad congénita de la modernidad que hay que diagnosticar correctamente y remontar a su génesis.
Todos somos, como hijos de la modernidad, herederos y partícipes del racismo, y no podemos excluirnos de su presencia sólo porque sintamos repugnancia por sus efectos. Tampoco podemos engañarnos pensando que será fácil deshacernos de él. El racismo responde a una exigencia ética arraigada en la conciencia moderna: romper la lógica racista no es sólo una cuestión de sentido común o de buena voluntad.
Como el colonialismo, como la esclavitud o el nacionalismo, el racismo es un ingrediente fundamental de la modernidad. Sólo descubriendo sus profundas raíces será posible neutralizar lo que lo mantiene vivo: la razón racista.